martes, 25 de febrero de 2014

Un retrato de la humanidad 10

UN RETRATO DE LA HUMANIDAD


CAPÍTULO 10

LA CAÍDA DE REICHENBACH


El colapso. 
La caída.
La caída de todos y cada uno de los fuertes muros de mi mente se producía con rapidez. Las bases ideológicas que mantenían estos grandes raciocinios en pie habían desaparecido por las palabras de un hombre al que había considerado inferior.
Tenía razón, ambos lo sabíamos. Mi mente lo había ocultado pero, ante la caída de los grandes muros que construían mi fortaleza, había vuelto a aparecer esa certeza, esa idea, esa desilusión que me acompaño en los primeros años de mi vida. La certeza de que pertenecía a una raza inferior. La certeza de que las grandes proezas no estaban destinadas a mi. Y todo ello por mi condición social y mi incapacidad de progresar. 
El progreso no estaba dentro de mis posibilidades, quizá tuviera ahora más dinero y bienes que antes, pero mi influencia no era mucho más notoria. 
Una de las cuestiones que rondaba ahora por mi cabeza es si podría sobreponerme y progresar o si moriría como lo que soy ahora. 
Otra de estas cuestiones era la de mi condición de hipócrita, la cual, de llegar a considerar mi incapacidad de progreso como verdadera, se vería confirmada.
También giraba en torno a mi la idea de que en realidad si estaba destinado a hacer algo grande. Mi grandeza podía venir dada por la desjerarquización de la injusticia de clases en la que venimos. 
O no. 
Tal vez nunca fuera capaz de conseguir eso.
Y en ese caso había dejado sin padre a dos familias. Una persona se lo merecía, la otra no. 
A menos que matara al banquero. 
Si, si no mataba al banquero la muerte del taxista habría sido un completo sinsentido. 
Y surgió de esa caída, de ese colapso negro y oscuro de lo que antes había sido mi brillante y oscura mente, una idea luminosa que ascendía como si de una bengala blanca se tratase.
Debía matar al banquero.


No sé cuánto tiempo estuve absorto observando la caída de mi palacio mental, pero cuando salí de él el banquero no se había matado y continuaba con la misma expresión. 
Sabía lo que hacer e iba a hacerlo. 
Lo que no me figuraba era la posibilidad de que el banquero se resistiera. 

Salté contra él con el cuchillo por delante. Lo tenía muy cerca cuando él se movió. Rodó sobre si mismo y se levantó. Yo había ensartado mi cuchillo en la tierra y cuando lo quité de allí el hombre ya estaba cerca del cadáver de su tío... y de la pistola. 
Corrí hacia él. Llegué justo cuando había recogido la pistola y le plaqué. Conseguí tirarlo al suelo y librarlo así de la pistola. 
De nuevo era yo el armado. 
Por desgracia, el banquero salió corriendo. Corrió y corrió a través de los árboles en dirección opuesta al vehículo. 
Yo lo seguía a una distancia de unos 5 metros todo el rato. 
Por suerte, mis años en el bosque me ayudaron en esta ocasión a superar los obstáculos propios del terreno. 
Se notaba que el banquero, a pesar de estar en una gran forma física (bastante mejor que la mía), tenía grandes dificultades para sortear estos obstáculos. Esto producía que, a pesar de llevar un ritmo mucho mayor que el mío, siempre estuviéramos a la misma distancia uno del otro. 
Pero entonces tropezó con un tronco y se esguinzó el tobillo al caer.
Cuando se intentó poner de nuevo en pie no pudo dar más de dos pasos hasta que yo llegué a su lado. 
Entonces lo agarré y lo llevé a un claro que teníamos cerca. Le mandé sentarse y hablé. No sé por qué, pero hablé. Supongo que ese monólogo era el resultado de alguna elocuencia de mi mente que había escapado al derribarse los muros.

- He pensado en lo que dijiste antes y he llegado a la conclusión de que, en realidad, sólo hay dos clases de personas. Las que asumen el rol que les ha venido dado desde nacimiento y las que no quieren asumir esta realidad.

A medida que hablaba, iba haciendo numerosas pausas y dejaba a mis palabras flotar en el aire. Al mismo tiempo iba dando la vuelta alrededor del banquero y me colocaba a su espalda. Proseguí:

- Y las dos merecen morir.

Estas fueron las últimas palabras que pronunciaría delante de un ser humano. Y al terminar de pronunciarlas, deslicé la hoja de mi cuchillo alrededor de la garganta de mi víctima.
Como producto, un chorro de sangre brotó del cuello del banquero, que después de unas últimas y violentas convulsiones, murió.

Mi cuchillo cayó al suelo. 
Acababa de realizar la idea que había surgido de mi mente moribunda y ya no sabía que hacer.
Volví a observar en el interior de mi mente y comprobé que la demolición había sido completa. Ya ni rastro quedaba de mi querido dogma que tan fielmente me había guiado. Los pensamientos que había mantenido bajo llave había salido al exterior y atormentaban a mi ser. Uno de ellos me hizo ver el reloj. 
Eran las 2:00 del día 5 de febrero. Hoy era mi cumpleaños y tenía 25 años. 
Después de constatar este hecho volvía a ver en mi mente. Casi todas las ideas que justificaban las tres muertes que había provocado habían desaparecido.
Sólo quedaba una fuerte creencia que no había sido destruida. Y ésta era la inequívoca e indestructible certeza de que la sociedad en la que vivimos no está bien y hay que hacer algo para cambiarla.
A pesar de ésto, un torbellino de ideas malignas colapsaba mi ser. ¿Era en realidad un hipócrita? ¿Pertenecía a una clase inferior? ¿No era quién de llevar a cabo la remodelación de la sociedad? ¿Fracasé como persona? ¿Sería capaz de resarcirme?
Y la más inquietante de todas, ¿merecía en realidad morir o debía permanecer vivo para remodelar la sociedad y luego darme muerte?


Cuando choqué con algo salí de mi mente. Había pisado el cadáver del tío del banquero. Había vuelto al punto en el que se había iniciado la demolición de mi mente, y por escisión, de mí mismo.
Y en el suelo había una pistola.
No muy cerca de mí. 
Al alcance de mi mano. 
Una idea surgió en mi caótica mente.
Coge la pistola.
Cogí la pistola. 
La tenía en mi poder y en ese momento surgió en mi mente una pregunta aún más brillante y poderosa que la que me había llevado a matar al banquero.

¿Debía suicidarme?

A partir de esta pregunta surgieron una cantidad asoballante de ideas que defendían una u otra postura.
Mi mente se colapsó.
Yo me colapsé.
Y cuando todo era en mi mente irritantemente brillante y asombrosamente confuso, una voz se elevó en la quietud del claro en el que me hallaba.

- Creo que esta decisión no es una decisión que tú puedas tomar.

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