sábado, 15 de febrero de 2014

Un retrato de la humanidad 5

UN RETRATO DE LA HUMANIDAD


CAPÍTULO 5

UNIVERSIDAD


La Universidad.
La verdad es que la consideraba un verdadero reto para mi intelecto, la prueba final, por así decirlo. Tenía 8 horas de clases todos los días y unas 10 materias, entre las dos carreras.
Las clases de Biología eran bastante aburridas, ya que la mayoría de conocimientos que me estaban intentando enseñar ya los conocía por mi experiencia, tanto con mi odioso tutor como con mis expediciones por Mondariz.
Tan aburridas eran las clases que deje de ir, ya que repasando un poco los contenidos del libro había conseguido sacar sobresalientes en todas las materias. Y así continuó siendo los 3 años restantes de la carrera. Saqué mi título de Biólogo sin acudir a clase.
Sin embargo, Anatomía era otra cosa. Los conocimientos que nos intentaba inculcar el profesor eran, en la mayoría de los casos, desconocidos para mi, por eso tuve que aplicarme al máximo.
En 4 años ya tenía dos títulos universitarios, uno por Biología y otro por Anatomía. Os preguntaréis porque paso tan rápido por esta etapa de mi vida. Pues bien, eso es simplemente porque odiaba a todas y cada una de las personas de la Universidad. Todos tenían la mente terriblemente vacía. Me daban pena, en realidad, y lo solía demostrar públicamente, lo que me hizo ganarme la animadversión de la mayoría del estudiantado y el profesorado. Era odiado por todos, pero yo les odiaba también. Y mi odio siempre fue más fuerte que el suyo.
Tenía 19 años, una de las medias más altas del continente, una mentalidad ambiciosa y una mente prodigiosa.
Muchas empresas se rifaron mis servicios. Me llegaron ofertas de Londres, de París, de Berlín, de Madrid, de Barcelona, de Viena, de Estocolmo, de Moscú, de Olso, de Nueva York y hasta de Praga. Eran ofertas muy interesantes, muy bien asalariadas, con alojamiento incluido y con grandes responsabilidades.
Iba a escoger la oferta de Nueva York, sin duda la mejor que había recibido, cuando me llegó una oferta del centro más prestigioso de Europa, ubicado en Vigo.
Su nombre era Voltox y habían realizado los mayores descubrimientos científicos del siglo. Llevaban siendo pioneros desde hacía 30 años. Y me querían entre ellos.
Era el trabajo soñado. Vivía solo en Vigo, cobraba 20000 euros mensuales y trabajaba desentrañando los mayores misterios de la ciencia contemporánea. La mitad del dinero que cobraba lo donaba a diferentes organizaciones benéficas que ayudaban a mejorar la situación de los más desfavorecidos en el mundo.
De este modo sentía que ayudaba un poco a cambiar esta sociedad.
Pero a base de conocer a alguien me di cuenta de que 10000 euros mensuales no cambiarían en nada esta sociedad.
Este hombre se llamaba Pablo Fernández y era parte de Voltox. En realidad, tenía un cargo muy elevado dentro de la empresa.
Vivía muy cómodamente en un chalet a las afueras y contaba con 2 casas de verano, una en Cangas y la otra en Ferrol.
También tenía un yate de 20 metros de eslora y suficiente dinero como para vivir sin tener que trabajar el resto de su vida.
Su padre fue uno de los fundadores de Voltox y donaba grandes cantidades de dinero a diferentes organizaciones. Ese dinero lo había ganado él con su propio trabajo, ya que ascendía de una familia bastante pobre de Pontevedra.
Pero su hijo no compartía esta idea de la beneficencia. Era una persona caprichosa, crecida en el seno de una familia acomodada y que nunca pasó hambre o penurias.
Ni un céntimo de sus ganancias era destinado a las clases bajas de la sociedad.
Me di cuenta de que era ese tipo de gente la que hacía que nuestra sociedad sea como es y me di cuenta de que es esa gente a la que hay que eliminar para conseguir derrumbar esta sociedad y crear otra.
Y, aunque desde el incidente del ciervo no había vuelto a matar, mis instintos se activaron.
Estuve espiando las conductas de ese hombre para intentar encontrar algún momento en el que estuviera sólo y, aunque tarde 2 meses, lo encontré.
Solía pasear por el puerto de Vigo todos los viernes cuando el Sol ya se había puesto. Solía hacerlo sólo. En realidad no era un paseo, era más bien un viaje, ya que desde el puerto se dirigía a las zonas turbias de la ciudad a mezclarse con las hijas de la calle.
Podríamos considerar estos viajes su único acto de caridad.
Tracé con rapidez mi plan y un día conseguí interrumpir sus paseos.
Estábamos los dos solos. No había nadie más en todo el puerto.
El Sol se había puesto. El cielo, el mar y las montañas de la península del Morrazo parecían juntarse para conformar un enorme lienzo de color negro manchado por algún punto de luz brillante.
Gigantesco.
Impresionante.
Impasible.
Profundo.
Y negro, negrísimo.
Y en ese panorama nos encontrábamos los dos.
El millonario avaro y el nuevo rico caritativo.
Y mi voz sonó por primera vez desde hace mucho tiempo con un tono exento de sentimientos. Un hilo de voz, ni muy alto ni muy bajo, ni muy grave ni muy agudo, simplemente amenazador.

-Alguien ha estado desaprovechando su vida y sus recursos. Y alguien tendrá que remediarlo, ¿no crees?

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